Jorge Garcés B.
Colombia necesita hacer una transformación institucional para superar la violencia y la corrupción, porque nuestro destino no puede seguir dependiendo del “carácter espiritual de las utopías” gringas o del reino de unas minorías que rechazan los costos de la paz, que le temen a las mayorías y que desestiman la sabiduría popular.
Uno podría decir que nos falta “sobriedad” para enderezar el actual estado de cosas o para organizar “el orden profano de lo profano” y la política debería ayudar, con la fuerza que tiene la historia política, a cambiar sin “revoluciones mitológicas” la vida del hombre en sociedad. Esta acción, un tanto fría y abstracta, debería tener la tarea de desmantelar a la corrupción y a la violencia para que los colombianos podamos acceder, por ejemplo, al mundo del lenguaje, del poema o de la argumentación. Quiero decir tener tiempo para el ocio, para saber quiénes somos o para descubrir la importancia de lo inútil.
Esto inevitablemente implicaría relacionarnos de otra manera con el poder. El problema es que en la estructura de poder está enquistada la violencia y la corrupción, que deberíamos extirpar del suelo patrio. Entonces, cuestionar a la corrupción y a la violencia en Colombia nos llevaría irremediablemente a investigar su relación con el Estado, con los poderes de facto y con el aparato de justicia, porque la violencia y la corrupción los legitima y ellos la reproducen.
De lo contrario, la violencia y la corrupción no tendrían la magnitud que tienen y serían mucho menos amenazantes para nuestro destino o vida en sociedad. Parafraseando al expresidente Turbay, reducir ambos fenómenos a sus justas proporciones nos quitaría la culpa y el estigma de ser considerados unas criaturas “sin Dios ni ley”. Sin embargo, reducir los indicadores de violencia y corrupción no consolidarían al Estado colombiano, sino que paradójicamente lo debilitarían.
Los ciudadanos, por ejemplo, comenzaríamos a preguntarnos sobre si la violencia y la corrupción instauraron el estado de cosas en Colombia o lo mantienen. Esa sería en síntesis la letra menuda a la que nos tendríamos que remitir. Instaurar el estado de cosas es equivalente a subvertir el orden de cosas y conservarlo es reprimir legítimamente a quienes no tienen el uso legítimo de la fuerza. En otras palabras, el Estado tiene la naturaleza de la fuerza y quienes lo enfrenten estarían yendo “contra natura”.
De tal manera, que la fuerza de un Estado se basa en su capacidad de coerción y en su capacidad de resolver los conflictos utilizando la violencia “pura” en contra de quienes lo desafíen. Sin embargo, el lenguaje es una herramienta que le permite al Estado construir una “relación histórica” o diferente con los ciudadanos. En otras palabras, el lenguaje también es una ley que puede mediar entre los hombres cuando el uso de la fuerza no es necesario.
Ahora bien, ante la violencia sectaria que amenaza a la legitimidad del Estado existen dos posibilidades: se instaura un nuevo Estado y la violencia sectaria se convierte en poder y derecho o la “edad jurídica” de la fuerza que predominaba míticamente se consolida. Es decir, que “el pasado vencería al presente” para convertirse en “soberano” o en el caso contrario, la derrota le otorgaría al otro actor poder, libertad y autonomía.
Como puede verse, somos animales y esta es la historia natural de nuestra “desnaturalización histórica”. La historia en sí misma es corrupta y violenta, porque “la escriben los vencedores”, aunque “el tiempo le otorgue voz a los vencidos”. Lo cierto es que somos animales luchando por el poder para controlar la vida de los otros.
Mientras tanto, la violencia arrebata o restituye derechos y hace que los hombres se aferren a los objetos o que objeten a los demás hasta convertirlo todo en barbarie. Puede ser que decadencia, declive y caos simbolicen el inicio de otro mundo, pero siempre será otro mundo igual de desdichado. Parafraseando a Gabo, creamos dioses y luego con la misma pasión los destruimos; porque para nadie es un secreto que Colombia sigue sin ser “un país al alcance de los niños” y el mundo sigue sin ser un planeta al alcance de la mayoría de los colombianos.
En conclusión, la violencia y la corrupción son cuestión de hombres de Estado y sin Estado. La historia sigue siendo una tragedia que se repite y el concepto de orden puede ser tan destructor como las mentes más brillantes. Por eso existen “las palabras y las cosas”, más no el “juicio divino” sobre el vacío que llenan los significados, donde pierde valor el hombre y recobra vida el derecho. Los guardianes del hombre y de la configuración histórica de la ley son excepciones que transforman la vida, pero al “soberano” no le gustan las excepciones. Sobre esta pobre filosofía mía, la gran filosofía reposa, revelando el potencial de la moral sobre la ley que prevalece entre la cultura y la ética.
Ya nadie está apelando a la pureza cristalina. Persona es máscara. La vida es teatro y la violencia y la corrupción conspiran desde el Estado o contra el Estado, para crear cosas, destruirlas o conservarlas. “El paradigma del estado de excepción ya no es como en la Teología Política, el milagro, sino la catástrofe” y el Estado viene siendo una criatura más, que el hombre inventa o desafía para convertirse en Dios.
LANZA LLAMAS:
¡Feliz Día del Padre!
DOCUMENTO AUDIOVISUAL COMPLEMENTARIO:
HOMBRES DE ESTADO Y SIN ESTADO:
DOCUMENTOS DE REFERENCIA Y/O CONSULTA:
BENJAMIN, WALTER. “Crítica de la violencia”. Editorial Biblioteca Nueva, S.L., Madrid 2010, 2018.
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