Jorge Garcés B
No fue un asunto fortuito que los diálogos de La Habana se concentraran en una agenda política, porque en los procesos de paz las transformaciones económicas se interponen como “callejones sin salida”. Por eso los diálogos con la guerrilla del ELN prometen ser muy difíciles. En Sudáfrica, por ejemplo, no se negoció la política económica.
De cualquier manera, no es tan fácil escapar de las garras de un mundo capitalista, neoliberal y el mejor de los ejemplos es China. Por lo tanto, pensar que la violencia política en Colombia requiere de una solución puramente económica es apresurado. El problema es más grande, porque las conquistas y las reivindicaciones sociales están desapareciendo en aparente y plena normalidad democrática. Esto está ocurriendo prácticamente en el mundo entero con contadas excepciones.
Y aunque las crisis deberían de ser una oportunidad para transformar los sistemas, en países como Colombia las crisis se volvieron permanentes. En otras palabras, las crisis en vez de convertirse en alternativas para modificar el estado de cosas, se convirtieron en la disculpa perfecta para no cambiar nada. Además, vivimos en una sociedad pasiva e incapaz de organizarse para combatir narrativas linguísticas, dicotómicas y semánticamente muy astutas, que desde los aparatos “ideológicos del sistema” o medios de comunicación influyen para mantener el statu-quo.
Dicho de otro modo, sociedades democráticas como la colombiana no viven en democracia, sino en poliarquías o gobernados por muchos actores legales e ilegales en disputa, dependiendo del territorio nacional desde donde se mire el fenómeno político o de orden público. Sin embargo, creo que es posible afirmar, sin entrar en contradicciones, que en Colombia vivimos políticamente en una democracia pero socialmente en un “Estado de naturaleza” o de todos contra todos.
A renglón seguido, pareciera que la polarización aumenta cada día, mientras que la deliberación de las ideas y las políticas públicas se deterioran. También podría afirmarse que la Constitución de 1991 coexiste con la excepcionalidad de las cosas, donde las situaciones extraordinarias son el pan de cada día y donde ni siquiera el derecho a la vida se respeta.
Debido a lo anterior, algunos vienen planteando el reconocimiento del otro como fin y no como medio (“paz deliberativa”). Ahora bien, consultando a Galtung, Habermas y a Kant, los tres coinciden en definir al lenguaje como la oportunidad de expresar argumentos y tramitar conflictos de manera pacífica. De ser cierto esto, primero deberíamos reformar el lenguaje, porque su trasegar, no sólo es un permanente calificativo, sino que se encuentra encerrado entre los barrotes de la crítica o la afirmación. Es decir, Nietzsche y Heidegger no estarían de acuerdo con Galtung, Habermas y Kant. No obstante, en el lenguaje está la génesis de la democracia participativa y la utopía de la paz, para trabajar las relaciones humanas, las relaciones de poder y donde primen el principio de humanidad y el de todos los seres vivos.
Si me preguntaran, el cambio debe ser cultural, aunque los cambios culturales sean lentos, porque la violencia cultural es la que justifica a las demás violencias e impide la elaboración de cualquier proyecto de ciudad o de país. Porque más allá de las construcciones eurocéntricas y burguesas, del colonialismo contemporáneo y de las nuevas formas de dominación, estamos nosotros, entre las utopías y la “democracia de las multitudes”. Nosotros tenemos la responsabilidad de ampliar el concepto de libertad, entendiendo que la libertad económica por sí sola es obtusa y que debemos reconfigurar el Estado y sus funciones, otorgándole los derechos que se merecen todas las formas de vida.
Es un momento historico para Colombia. Dios nos tenga en su gloria siempre.